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El viaje de cada quien y la construcción de imaginarios

Prólogo al libro de Carlos Alberto Sánchez Quintero titulado «Doce Relatos para. Alucinar en el puesto de la llanta del bus» (2022). La Esfinge Proyecto Editorial

ISBN: 978-958-52382-7-5

Luis Fernando Acebedo Restrepo[1]

Todo aquel que haya vivido en Bogotá desde los años 80 hasta hoy, así sea por cortas temporadas, se sentirá identificado – como en una especie de déjà vu – con estos micro relatos que nos comparte Carlos Alberto Sánchez Quintero imaginados desde el puesto de la llanta de un bus urbano. Hay quienes no dudarán en considerarlos como una entretenida comedia y quizás otros los verán como una tragedia inevitable de la vida cotidiana. Ciertamente, la metrópoli en formación nunca ha podido resolver integralmente la movilidad como uno de los asuntos que más inciden en la elevación o el deterioro de la calidad de vida urbana.

Todos los que llegamos de provincia entusiasmados por vivir en la Capital, recordamos con escozor los largos viajes en bus o buseta desde las localidades mas lejanas que fungían como ciudades dormitorio, lo cual nos hacía madrugar a las 4:00 am para iniciar la travesía a las áreas mas centrales de estudio o trabajo. Y al terminar la jornada, repetir el periplo de regreso para llegar a la vivienda a eso de las 9:00 de la noche.

Seis horas o más al día montados en un bus eran suficientes para considerar esas chimeneas ambulantes como nuestro segundo hogar. Para algunos, lograr un asiento ya significaba una hora o más de sueño profundo antes de llegar a su destino; quienes estábamos de pie y apretujados en el pasillo fuimos testigos de los escasos segundos que requería una persona para desgonzarse sobre su asiento en un sueño profundo, con su cabeza colgada hacia atrás, la tráquea obstruida y las contorciones que provocaba la búsqueda de un poco de aire para respirar en medio de las pesadillas.

Algunas mujeres aprovechaban el valioso tiempo para trasladar el tocador de sus habitaciones a la silla del bus, logrando transformar sus pálidos rostros y sus húmedos cabellos en verdaderas obras de arte del maquillaje. El Kit completo con el rubor, la pestañina, la base, los rulos y el cepillo, eran suficientes para ver transformar la presentación personal de estas mujeres en un tiempo record de 20 o 30 minutos, como en una especie de burbuja que las protegía del ruido de los motores, la radio a todo volumen, la mezcla de perfumes o la ausencia de ellos. Cuando finalmente se apeaban, ya eran otras, soltaban el último rulo y dejaban caer su cabello ensortijado para darle ese toque de sensualidad a su rostro, que se complementaba, quizás, con la evidencia de un botón menos en la blusa por los jalones que provocaba abrirse paso a codo limpio para bajarse del bus en medio de la indiferencia o la molestia de quienes iban de pie.

Cada uno de nosotros podría construir miles de historias con epicentro en el bus o la buseta que nos transportaba de la residencia al trabajo y viceversa. Allí estudiamos, amamos y soñamos otros mundos posibles; también fuimos testigos de otras tragedias y dolores humanos. Yo hice lo propio para no dejar escapar los recuerdos que me suscitaba la Avenida Caracas al finalizar los años 80 cuando la movilidad acusaba una de sus mayores crisis (Acebedo, 2009).

El viaje, como diría García Canclini (2010, pág. 138) “es hoy núcleo de la vida urbana tanto como la casa”. Infortunadamente, la idea romántica del “flaneur” que describiera Walter Benjamin (2016) en su “Libro de los Pasajes”, como aquel que callejea por los bulevares parisinos disfrutando de los cafés, las tertulias y el deseo de mirar y ser mirado, se transformó en aquel que “tiene calle”, ese ciudadano que sabe sobrevivir a los sinsabores de un sistema de transporte que genera inseguridad y violencia, angustia y mal genio. El que tiene calle no mira a los demás porque le es indiferente su suerte en medio del frenesí por lograr transportarse a tiempo a su destino, y si alguien lo mira, tal vez sea porque otro “lo marcó” como víctima de un atraco o un cosquilleo.

Por desgracia, los sistemas articulados de buses llamados Transmilenio, no hicieron sino potenciar estas problemáticas hasta volverlas una amenaza para la vida misma. En sus inicios, sentimos que por fin habíamos alcanzado un imaginario de transporte construido por las fotografías, las películas o los viajes hacia las ciudades europeas, donde los pasajeros compran su tiquete como un deber, independientemente de que lo exijan a la entrada del vehículo, pueden cambiar del tren al metro, del metro al tranvía o al articulado con el mismo tiquete y disfrutan el viaje con total tranquilidad y sin concentración excesiva de pasajeros. Ese imaginario duró poco, porque todos debíamos movilizarnos por el mismo sistema y hacia los mismos destinos. Y para colmo perdimos la voluntad de elección de la ruta, porque somos arrastrados por la turba desesperada que inicia en los puentes peatonales y culmina en las puertas de acceso del sistema como en una especie de gas en fuga

La posibilidad de construir la primera línea del metro en los próximos años, aparece como una luz de esperanza, su aplazamiento reiterado representa medio siglo de atraso en la adopción de un Sistema Integrado de Transporte Urbano para la ciudad y la región. Este sueño le ha sido esquivo a Bogotá, mientras que la mayoría de ciudades capitales de América Latina ya lo tienen resuelto, y desde hace varias décadas.

Esperemos que Carlos Alberto Sánchez pueda transformar sus relatos tragicómicos por expresiones civilizatorias en torno a los viajes urbanos. La ventana del metro elevado ya no podrá ser testigo de un niño atropellado, del transporte truculento del canal de cerdo, del asesinato de un transeúnte en medio de un carnaval de barrio, del atraco a los pasajeros indefensos, de la monja karateka intentando bajarse de un bus, de las diversas técnicas de los limosneros para arrebatarle unas monedas a los pasajeros con historias inverosímiles, de los problemas de orden público de la nacho y todas las imágenes de una vida de recuerdos recreados en pequeñas historias fugaces.  Cuando eso suceda, lo primero que echará de menos será el asiento sobre las ruedas del bus. Las nuevas historias tendrán que dar cuenta de todo lo que suceda en el interior de las oficinas o los edificios de apartamentos de segundos o terceros pisos que perderán la intimidad al paso raudo de varios vagones eléctricos en donde permanecerán ojo avizor centenares de pasajeros en plan de escribir sus propios relatos alucinantes.

Referencias:

Acebedo, Luis F. (2009) La avenida Caracas ochentera. Disponible en: http://caleidoscopiosurbanos.com/la-avenida-caracas-ochentera/

Benjamin, Walter. (2016). Libro de los Pasajes. Madrid: Ediciones Akal

García Canclini, Néstor. (2010). Imaginarios Urbanos. Buenos Aires: Eudeba, Universidad de Buenos Aires.

[1] Arquitecto, Doctor en Urbanismo. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.

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