Al finalizar el año pasado, fuimos testigos del enorme fracaso que significó la reunión en Copenhague para llegar a acuerdos orientados a evitar el calentamiento del planeta en al menos dos grados como consecuencia del efecto invernadero. Y de esa manera morigerar la gran catástrofe ambiental que se avecina, cuyos efectos negativos ya hemos comenzado a padecer. El “sistema global” no pudo operar en esta oportunidad ¬– la verdad es que no sé cuando lo ha hecho¬- imponiéndose el pensamiento pragmático de las superpotencias mundiales en el sentido de que cada quien haga lo que considere conveniente. Ni siquiera aceptaron trabajar en la dirección de “quien contamina paga”, mediante la cual, los países más pobres y atrasados buscaban obtener unos recursos adicionales para preservar algunos bosques. Allá estuvo el presidente Uribe pasando el sobrero para obtener respaldo a su política de seguridad democrática pretendiendo demostrar que el narcotráfico es el principal problema del calentamiento global. Ni bolas le pararon.
La reciente catástrofe en Haití que destruyó casi la totalidad de la capital, es un fiel reflejo de lo que sucederá con los conflictos ambientales y sociales que se avecinan en América Latina y el Caribe. Las potencias económicas, principales usurpadoras de los recursos naturales de estos países, ahora llaman al concurso generalizado de las naciones para pagar sus actos depredadores a lo largo de estos últimos doscientos años. El deshielo de nuestros páramos, la sequía de nuestras fuentes hídricas, los incendios forestales, la devastación de las selvas tropicales, el aumento del nivel del mar y los efectos catastróficos sobre nuestras playas, intentarán solucionarse con donaciones de caridad.
En el ámbito nacional, tenemos un año cruzado por múltiples campañas políticas, referendos y elecciones. La sensación que tenemos una parte de los colombianos es que mientras más empleamos los instrumentos democráticos consagrados en la constitución, más se amenaza el sistema de valores democráticos surgidos tras la revolución francesa. De hecho, ya ni la propia burguesía parece interesada en defenderlos. Claro, cada quien los interpreta a su antojo. Los partidos políticos mayoritarios piensan que reformar la constitución para garantizar la perpetuación en el poder de un mandatario es, en Venezuela, Ecuador o Bolivia, expresión de unos regímenes dictatoriales, mientras que en Colombia es la voluntad incuestionable del querer de las mayorías, según el pronunciamiento reciente de la Procuraduría General de la nación. Con semejante lógica “difusa” se analiza también el tema del armamentismo en la región.En Venezuela es expresión del expansionismo soviético o chino, mientras en Colombia el acuerdo con EEUU para convertir nuestro territorio en una gran base militar norteamericana, junto al gigantesco desarrollo del pie de fuerza local, se consideran actos de soberanía para la solución de problemas internos.
En Venezuela, la centralización de poderes y el consecuente debilitamiento de la independencia de los órganos del poder público se analiza desde estas tierras como un avance del socialismo en la región impulsado por Cuba, pero exactamente el mismo fenómeno en Colombia no deja de ser la expresión de un importante proyecto de unidad nacional en torno al “Estado de Opinión” que busca demostrarle a las minorías políticas quién manda en este país. Y evidentemente, ya lo vamos entendiendo con el fracaso de la ley de justicia y paz, la búsqueda de la verdad y la reparación o la impunidad en el caso de los falsos positivos. Ahora hay que pedir audiencia en los juzgados norteamericanos para tratar de esclarecer los crímenes y las masacres que se han perpetrado al menos en ésta última década en nuestro país. Qué ignominia.
Un politólogo argentino demostraba por estos días en un programa de televisión que en las últimas dos décadas han renunciado 19 presidentes en América Latina como consecuencia de sus actos de corrupción o de mal gobierno, presionados por movilizaciones populares en sus respectivos países. Obviamente eso no ha sucedido en Colombia, no por la ausencia de presidentes corruptos y de gentes protestando en las calles, sino por la sordera de sus gobernantes y de sus regímenes políticos autoritarios, y también por la respuesta desproporcionada de la fuerza pública o de fuerzas oscuras paraestatales que ahogan los gritos de miles de compatriotas inconformes.
Presiento que esta nueva década que comienza estará signada en Colombia por la agudización de los conflictos sociales, políticos, ambientales y territoriales, pues no se entiende cómo nuestro país vaya en contravía de los cambios que el resto de los países de América Latina y del Caribe ya están materializando, cada uno a su manera, pero en todo caso buscando expresiones de soberanía, de profundización de la democracia -incluyendo la alternativa socialista-, de modelos de progreso a partir del incremento de la productividad para solucionar en primer término los problemas locales y regionales. ¿Cómo participar activamente en un mundo cada vez más globalizado si no es a partir de garantizar la elevación constante de la calidad de vida de los ciudadanos en cada uno de los países?. En este sentido, se impone más la solidaridad y la cooperación como valores superiores globales, dejando atrás la rapiña de la competitividad y los mercados especulativos que no sólo está volviendo cada vez más pobre a las mayorías laboriosas de este mundo, sino que están acabando con el planeta y su capacidad de autoregenerarse frente a la acción destructiva de la especie humana que no logra encontrar una manera armoniosa de relacionarse con los ecosistemas naturales.