Caleidoscopios Urbanos

Autonomía y democracia en la sociedad del conocimiento.

 

Bastille 6 May 5

Celebración de cientos de jóvenes en el emblemático lugar de La Bastilla en Paris, el pasado 6 de Mayo, luego del triunfo de François Hollande para la presidencia de la República Francesa. Foto Jean-Frédéric Chevallier, 2012.

Por: Luis Fdo. Acebedo R.

Autonomía y democracia hacen parte de una misma condición en el gobierno de la Universidad. Es decir, no puede haber democracia sin autonomía y viceversa, no puede haber autonomía sin la garantía de una democracia en expansión y profundidad. Así se hace explícito desde el primer artículo de la constitución política colombiana que hace alusión a los principios fundamentales en donde se relaciona la descentralización con la autonomía en una república unitaria, y se reitera en el artículo 69 en donde se “garantiza la autonomía universitaria” para darse sus directivas y regirse por sus propios estatutos. También lo hace la ley 30 de 1992 en sus artículos 28, 29 y 57, aunque desde allí comienzan a establecerse las limitaciones al derecho consagrado mediante la reglamentación de la organización y elección de sus directivas, dándole al sector privado y a diferentes instancias de representación política del gobierno nacional mayores prerrogativas que a los profesores, estudiantes y egresados en la composición del Consejo Superior Universitario, máximo órgano directivo de las universidades.

Ya lo había planteado Marx cuando estudió las limitaciones de la democracia capitalista hace más de 100 años al advertir que la lógica del comportamiento de la burguesía en estos casos era – y sigue siendo – crear el derecho en la carta constitucional y luego limitarlo hasta que se “impidiese su aplicación real y efectiva” (Marx, 1976: 420):

Por tanto – decía Marx – mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación real y efectiva –por la vía legal se entiende-, la existencia constitucional de la libertad permanecería íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia común y corriente. [1]

La pérdida progresiva de la autonomía universitaria en Colombia, pese a ser un asunto de principios constitucionales, ha venido consolidándose paulatinamente por las reglamentaciones sucesivas de los derechos constitucionales y la interpretación amañada de los gobiernos nacionales de las dos últimas décadas. En últimas, se expresa en el miedo a la profundización de la democracia, a la participación ciudadana en asuntos decisorios, y en general, a cualquier instrumento que le permita al constituyente primario la posibilidad de elegir y ser elegido.

Es increíble que para el Ministerio de Educación –MEN- la Universidad Nacional de Colombia sea considerada la de mayor calidad del país, la más seria y respetada institución universitaria, pero inexplicablemente, su comunidad académica, que es lo más preciado que tiene la universidad, sea incapaz de elegir con responsabilidad sus cuerpos directivos. Esa ha sido la constante cuando la voluntad mayoritaria de estudiantes y profesores en la escogencia de sus directivas no tiene carácter vinculante, dejando en manos del Consejo Superior Universitario -de control mayoritario del gobierno- la opción de decidir sobre éste y otros asuntos de trascendental importancia para la Universidad. Es lo que diferentes autores del siglo XX llamaron el “cesarismo democrático” para significar el autoritarismo ejercido por caudillos sin legitimidad en la base de la sociedad para sobreponer su voluntad a la de las mayorías, sin que ellas le hayan delegado su derecho al voto.

Frente a esta pérdida progresiva de la autonomía, así ella esté reconocida como derecho en la constitución política pero escamoteada en sus reglamentaciones, hay quienes han planteado la entrega definitiva de este derecho al gobierno nacional para que él continúe tomando decisiones en nombre de toda la comunidad universitaria. Este sería un grave error, pues lo que corresponde es continuar exigiendo la profundización de la democracia interna en la universidad para que podamos tener la coherencia ética de promover los valores democráticos en la enseñanza diaria y a su vez, ser ejemplo ante el país en su estricto y cabal cumplimiento en la vida interna universitaria. Sólo de esta manera podremos demostrarle a la sociedad unas prácticas correctas que sirvan de ejemplo en la búsqueda de opciones de paz, convivencia y ejercicio pleno de los derechos civiles.

Pero la autonomía no solo está comprometida en el ejercicio de la democracia, sino también en muchos otros factores asociados a procesos de recentralización de funciones del Estado que por fortuna –y sólo en algunos casos- la corte constitucional ha protegido declarando su inexequibilidad[2]. Otra muy importante es la autonomía asociada a la generación misma de conocimiento que es la esencia de la universidad contemporánea. Es claro que en la sociedad del conocimiento la universidad debe replantearse muchos de los principios con los cuales ha fundamentado su presencia y consolidación histórica. La primera de ellas tiene que ver con la necesidad de trascender la formación de profesionales para convertirse en generadora de nuevo conocimiento. Pero en esta absurda hegemonía de los mercados en los procesos de globalización neoliberal, que también ha penetrado a las universidades en su afán de doblegar al conocimiento para responder prioritariamente a las necesidades y demandas de las empresas, la autonomía ha sido una de las principales sacrificadas, comprometiendo la calidad de las investigaciones, los procesos de enseñanza y aprendizaje y las calidades éticas de nuestras instituciones educativas. Una cosa es establecer las necesarias alianzas con el sector productivo, entre otros, para generar nuevo conocimiento, y otra muy distinta es volverse funcional y subsidiario del mundo empresarial.

Según Castells y Halls (2001), el papel de las universidades en la sociedad de la información y el conocimiento es considerado fundamental en la generación de sinergias, mucho más que los gobiernos o las instituciones privadas. Por eso se habla hoy en día de una “universidad urbana”, más que de una “ciudad universitaria”. La diferencia radica en la calidad de sus relaciones con la sociedad y no exclusivamente con el sector empresarial. Lo cierto es que en la medida en que las universidades rediscuten el nuevo papel que se les está demandando en la sociedad del conocimiento, es evidente que no pueden eludir la discusión sobre la manera de replantear sus relaciones con la sociedad, la ciudad, la región y el territorio en una época marcada por la conformación de redes y el replanteamiento de los límites político-administrativos del Estado-Nación.

La idea de “campus universitario” como espacio diferenciado, como lugar aislado, generador de un conocimiento “no contaminado” por las dinámicas sociales, debe replantearse por unas relaciones dinámicas y sinergéticas con todos los actores sociales, lo cual sugiere nuevos tejidos académicos, culturales, científicas y espaciales más abiertos y generosos en donde pueda confluir la sociedad entera en búsqueda de soluciones a sus problemáticas y conflictos. Es por tanto, una universidad proyectada en primer lugar a la solución de problemáticas de naturaleza pública y colectiva, más que individual o privada. Obviamente, sin que ello implique deslizarse por caminos que extravíen sus tareas misionales en el vasto campo del conocimiento y protegiendo a la universidad de las malas prácticas asociadas a la politiquería, el clientelismo y las presiones de grupos delincuenciales interesados en comprometer la autonomía e independencia de la universidad mediante prácticas corruptas e ilegales.  Dicen Castells y Halls (2011: 324):

“ (…) las universidades sólo podrán desempeñar su papel innovador si siguen siendo instituciones fundamentalmente autónomas, fijando sus propias agendas en la investigación y estableciendo sus propios criterios de calidad científica y de promoción interna. Las universidades <internas> o los programas de investigación totalmente dependientes de una fuente de financiación externa son extremadamente vulnerables a presiones por intereses especiales, que a la larga minarán la calidad de su propia investigación y formación.”

La innovación, como ya se ha insinuado, no se da solo en tecnologías, productos y procesos, la innovación es también social, política y cultural, y muchas veces está fuertemente ligada al territorio por dinámicas históricas y culturales que nada tienen que ver con fenómenos globales, hegemónicos o universales. En estos casos, la innovación es de características endógenas, bien sea local, regional o nacional, y por lo tanto están asociados a procesos autonómicos –que no autárquicos- que tienen su base en las realidades y potencialidades de los territorios, con lo cual el concepto de autonomía se enriquece, diversifica y se hace más complejo en el reconocimiento de la diversidad y la heterogeneidad social, cultural y cognitiva.

Referencias bibliográficas:

Castells, Manuel; Hall, Peter. (2001). Tecnópolis del mundo. La formación de los complejos industriales del siglo XXI. Alianza Editorial. Madrid, España.

Marx, Carlos. (1885). El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En: Marx, Carlos; Engels, Federico. (1976). Obras escogidas. Tomo I, Editorial Progreso. Moscú, URSS.

Romero, José Luis. (2001). Situaciones e ideologías en América Latina. 1ª edición, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.


[1] Los subrayados son del texto original.

[2] Uno de esos casos tiene que ver con la Sentencia C-149 que protege los principios constitucionales de cooperación, concurrencia y subsidiariedad, relacionados con el reconocimiento de la autonomía de las entidades descentralizadas del Estado.

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